Page 488 - Más allá de la razón oyente digital digital
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Gabriel Tolentino Tapia




        con aparatos auditivos o implante, el grado de la hipoacusia o el acceso a terapias
        de oralización, lo cual a su vez depende de la disposición de recursos económicos y
        de tiempo. Cuando uno o varios de estos elementos están ausentes, es posible que
        exista poco control sobre la voz:

             Desde pequeña estaba acostumbrada a la oralización, pero más grande me dio pena usar mi voz
             (…) con mi familia, digamos que sí, antes yo usaba la voz, dicen que según hablo bien, no escucho
             si hablo bien o hablo mal… mi hermana más grande me decía que me callara porque mi voz era
             muy fuerte, que le bajara a mi voz; luego hablaba muy bajito y me decía que hablara más fuerte.
             Entonces era difícil estar cambiando porque no nos entendíamos, si más bajo o más alto, por eso
             yo mejor ocupé las señas, menos voz y más señas. Entonces sí más señas, pero con mi familia sí un
             poco de oralización (Viridiana, profesora sorda de IPPLIAP). 225

               Es sugestivo que Viridiana distinga entre oralización y voz, interpretándo-
        se como la diferencia entre una práctica instruida y el uso cotidiano del ejercicio
        comunicativo. Asimismo, como otros sordos, plantea la pregunta sobre cómo se es-
        cucha su voz. Lo que sabe es gracias a los demás, aunque la duda sigue ahí: «dicen
        que según hablo bien» expresa que no se tiene certeza total sobre lo que la gente
        indica sobre «mi voz». Por otro lado, decidir clausurar la voz total o parcialmente (lo
        mismo que abandonar los aparatos auditivos o el implante coclear) es un acto que
        puede radicar en convicciones identitarias, culturales y políticas, pero igualmente
        en constreñimientos según los parámetros de la cultura oyente, como ocurrió con
        Viridiana que parece ubicarse en una situación ambivalente con su familia. De este
        modo, la dificultad de controlar la voz y de tener certeza absoluta sobre cómo se
        escucha, fincado a las sanciones impuestas sobre el sonido vocal, desembocan en el
        brote de sentimientos como la pena y la consecuente decisión de reducir el uso de la
        voz, sino para siempre, al menos sí de modo selectivo.

               Este tema, sin embargo, no concluye con la discusión sobre «cómo se escu-
        cha mi voz»; también alcanza a la práctica de la interpretación y la facultad de, lite-
        ralmente, hacer la voz de los sordos. Cuando hay oportunidad, las personas sordas
        son proclives a decidir quién les interprete, basándose aspectos como la confianza
        y la preparación o profesionalización de los intérpretes. Recordando que puede ser
        bidireccional, en ocasiones el intérprete debe pasar un mensaje de voz a señas o
        bien, de señas (emitidas en este caso por la persona sorda) a voz para que el mensa-
        je sea alcanzado por los oyentes.

        225   En su estudio sobre identidades, Breivik (2005) también ilustra el caso de alguien que sentía vergüenza por no tener la
             habilidad de saber controlar el volumen de la voz.

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