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Experiencias com-ún-itarias de iniciación en las señas




          declaración de un «nombre» y al evocarlo nos arroja un sentido, un significado en-
          tendido colectivamente; la palabra que ha sido asignada al objeto está socialmente
          acordada. De esta manera asimilamos y expresamos la realidad: «el lenguaje realiza
          (cursivas de los autores) un mundo, en el doble sentido de aprehenderlo y produ-
          cirlo» (Berger y Luckmann, 2003: 191). Más aún, según los dos autores, la sociedad,
          la identidad y la realidad se internalizan en el sujeto mediante el lenguaje. Sugieren
          que este es el mecanismo más importante de la socialización. 119

                 Para los autores citados existen, pues, signos y sistemas de signos (gestua-
          les, corporales, sonoros, pictóricos y así sucesivamente) objetivados: poseen un sig-
          nificado compartido más allá de la subjetividad individual y están disponibles a los
          otros seres humanos. Pese a este reconocimiento, hoy en día no dudaríamos en re-
          criminar a los autores su sesgo «audista» si se toma en cuenta que, para ellos, como
          para otros tantos autores: «el lenguaje, que aquí podemos definir como un sistema
          de signos vocales, es el sistema de signos más importante de la sociedad humana»
          (Berger y Luckmann, 2003: 53) y prosiguen: «En principio, cualquier sistema de
          signos podría servir, pero normalmente el decisivo es el lingüístico» (2003: 89). 120
          La crítica que sostengo, sin embargo, apunta en otra dirección. 121

                 Más allá de la jerarquía de signos y de considerar que sólo son lingüísticos
          los signos vocales (y por añadidura los escritos), como se atisba en el discurso teó-
          rico de Berger y Luckmann (del que deduzco que las lenguas de señas saldrían mal
          libradas) mi preocupación aquí gira en torno al sobreentendido de que la aprehen-
          sión de una lengua particular sucede de modo armonioso. Suscribo de los autores
          la idea de que el lenguaje objetive las experiencias compartidas y las haga asequi-


          119   El difícil tránsito hacia las señas implicaría reconocer paulatinamente (por lo general entre la persona sorda y su familia)
              que las señas poseen la misma capacidad de producir las cualidades que Berger y Luckmann observan en los idiomas
              orales: internalizar la realidad, las reglas de la sociedad y forjar una identidad en el plano individual y colectivo. Aunque
              no se hace explícito este marco teórico, en realidad mucha investigación se ha empeñado en demostrar que las lenguas
              de señas también facilitan los citados mecanismos de socialización. Personalmente no tengo dudas (ni autoridad para
              hablar) sobre la capacidad que las lenguas de señas poseen para esta tarea. Mi experiencia de trabajo de campo cons-
              tata que muchos padres y madres de familia se convencieron paulatinamente de que más allá de lograr que su hijo o hija
              pudiera oír y pronunciar palabras oralmente, era más importante que supieran quiénes son, que tuvieran una identidad
              y que pudieran comunicarse, lo que implícitamente significaba acceder a producir significados del mundo y aprehender
              las reglas de socialización. Entre los sordos postlingüistas sucede un fenómeno similar, aunque a menudo en «soledad»,
              casi siempre al margen de la compañía familiar.
          120   No es casual que los sordos «postlingüistas» sean identificados así porque nacieron oyentes, aprendieron un idioma oral
              y luego de un tiempo comenzaron a perder la audición. En contraparte, quienes nacieron sordos, aprendieron señas y no
              un idioma oral, no son considerados «lingüistas» o «postlingüistas».
          121   Crítica que, además, debe tomarse con mesura al considerar que nos encontramos en una época distinta a la de los
              autores y privilegiada al ser heredera de un largo proceso de reflexión sobre el lenguaje y su concomitante dimensión
              política ligada a las relaciones lingüísticas de poder. Lo que corresponde es retomar los antecedentes intelectuales y
              desde esos cimientos proponer otras perspectivas sobre las lenguas y las relaciones entre éstas.


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