Page 363 - Más allá de la razón oyente digital digital
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Socializaciones, politización y desencantos biográficos
Hasta los 18 años, Marcela había estado acostumbrada a la oralización y al
uso de los aparatos auditivos, sin embargo, la ausencia de audición se presenta una
y otra vez, casi en cada sordo, como una condición que estimula orgánicamente la
utilización de manos y gestos para comunicar. En efecto, antes de introducirse en la
LSM como tal, había practicado una suerte de «señas caseras» en el hogar, más aún
cuando estuvo en contacto con una tía suya que también era sorda, y en la escuela
para sordos, aunque de marcado enfoque oralista. Por aquella época, en la década
de los sesenta, las señas estaban prohibidas en el contexto educativo público:
Recuerdo que la directora de la escuela me decía: «no, no señes, pareces mono, eso no se hace» y se
me quedó muy grabado. Entonces cada vez que yo veía que movían las manos, me acordaba: «no,
parezco mono, no, no…» (Marcela).
Este suceso ocurrió cuando tenía alrededor de 10 años. Tuvieron que pasar
otros 8 para que comenzara a aprender señas en un ámbito religioso de apertura:
el Templo de San Hipólito, aunque, como describí en el capítulo anterior, su primer
encuentro con la LSM fue en una fiesta. Al otro día comenzó a asistir al citado Tem-
plo. Una vez inserta en este nuevo mundo social y lingüístico, de entre la gente sorda
que comenzó a frecuentar, conoció a su pareja, un hombre sordo. A los tres meses de
conocerse, él «se la robó» y se fueron a vivir a Xochimilco. Tuvo dos hijos oyentes,
uno sabe señas y el otro no tanto: «las inventa o cambia las configuraciones». Re-
cuerda que durante su segundo embarazo, cuando tenía veinticuatro años, se colocó
el auxiliar auditivo, pero ya no escuchó absolutamente nada. Los restos auditivos
se perdieron. A Marcela le quedaba la oralización, la escritura y la lectura de labios
para comunicarse con el mundo oyente, pero también, y de manera importante, la
lengua de señas.
En cuanto a la dimensión religiosa, su asistencia no se redujo al Templo de
San Hipólito. Comenzó a acudir desde los dieciocho años, pero a los 22 se fue ale-
jando porque era problemática la convivencia: «antes en San Hipólito comenzó un
ambiente muy complicado (…) había muchos chismes». Posteriormente, ya con pa-
reja y con hijos pequeños, asistió a la Iglesia Bautista, aproximadamente entre los
veintitrés y los veinticinco años. Ahí se dieron cuenta de la violencia que su pareja
ejercía sobre ella, lo que ocasionó su retiro. Con aflicción recuerda que en ocasio-
nes su esposo llegaba alcoholizado a la casa y le pegaba, incluso embarazada. Al no
soportar más, decidió escapar y regresar con su madre. Tiempo después comenzó
a asistir a la Iglesia de la Amistad Cristiana y no dejó de hacerlo hasta cerca de los
cuarenta años. Finalmente, hace cinco años comenzó a frecuentar las reuniones de
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